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Cruza la calle arrastrado por una fuerza descomunal que lo estampa contra el cierre metálico de una tienda
que aún permanece cerrada.Desde allí puede verse parte de la acera y de la esquina próxima. Cae una ligera
llovizna convirtiéndolo todo en una pátina sucia y lodosa como un maquillaje barato, de mal gusto, tras una
larga noche ante la cual todo acaba desmoronándose. No es posible salir, el viento como un pistón
incansable ejerce su presión contra el óxido de la tela metálica, huele a orines de cuadrúpedos, de bípedos,
sabe a herrumbre, a la sal que el hierro retiene. Sólo el aluminio es más abundante, más liviano, más
maleable, más caro y por eso es que hay hierro y no aluminio en la cortina que le sirve de almohada y parapeto.
No llega el carbono presente a convertirlo en acero, se queda simplemente en hierro y además, pensándolo
bien y siendo el noventa y cinco por ciento de la producción mundial de metales, hierro, no es muy difícil
acabar en situación de tamaño apego siendo el hierro su consorte, cuando la fuerza de un destino en quien
no cree, lo aplasta como una hoja sin más peso que el gramaje que el papel atesora por metro cuadrado o cúbico,
que todas las medidas tienen derecho a proporcionarse según crean conveniente y así el galón preguntar al litro
la procedencia de su nombre o la pulgada sentirse más, que dos como cincuenta y cuatro veces el centímetro.
Imaginemos por esta sencilla regla de tres la alcurnia del hexaedro regular (seis caras cuadradas) frente al
humilde cuadrado de toda la vida, que desde luego no goza del nobiliario título de paralelepípedo ni cumple los requisitos
y exigencia que plantea el teorema de Euler. Pero si ni siquiera alcanza a ser considerado por Platón como un
sólido suyo, es decir platónico.
Los pensamientos tiene la facultad de diluirse sin dar razón o causa, más aún cuando son aguijoneados
por un tacón de aguja y que decir si éste, al menos uno y más cuando son los dos, lo cual suele ocurrir considerando
que el desgaste del tiempo llega al unísono a ambos zapatos, ha perdido la tapita de goma que como el silenciador
de un coche tiene por función aminorar el molesto ruido y evita que ocurra lo que está ocurriendo y taladra la acera,
metaforicamente hablando, al paso de una mujer que a su lado discurre sin percatarse de lo complejo de su
situación adosado aún a la cortina de hierro y arroja descuidadamente un preservativo, sabedor éste de cumplir con éxito
su abortiva misión, como dan fé los fluídos que su arrugado látex emulando la hombría de su circunstancial usuario, contiene.
La providencia quiere que evite un escupitajo de otro transeúnte por unos centímetros o pulgadas o palmos o codos o
cualquier otra anatómica medida, por el canto de un duro que dirían por aquí. Mucho no cambiarían las cosas, aunque
su posición es relativamente protegida, pegado a la cortina de la tienda y encontrando en un saliente de la construcción
a manera de alero un techo improvisado, en cualquiera de los casos la lluvia ha dejado de caer, lo que no evita que sus
efectos en forma de humedad continúen presentes en la atmósfera ciudadana. Pesada, atufada, cargada de olores
humanos y animales que viene siendo lo mismo o casi. A pocos metros una papelera de hierro omnipresente
desborda de variopinta basura que pone en jaque su nombre, ya que bautizada como contenedor de papel soporta
resignada, botellas de plástico, latas, bolsas para residuos urbanos que por la dejadez o falta de civismo del viandante
no llegaron a los oportunos receptáculos.
El cielo vuelve a oscurecerse, viste un traje gris plomo de otoño, tocado con una boina de contaminación que
cubre la ciudad como un presagio siniestro. Desde una mugrienta calle del centro es pisoteado por las suelas
gastadas o nuevas dependiendo de las varianzas que atañen al portador o portadora, que antes pisaron excrementos,
hormigas, cucarachas, papeles, cartones, derivados varios del petróleo, telas, huesos, narices, restos de inmundicia,
agua, aceites, desperdicios dispuestos decorativamente por el asfalto sucio y grisdepresivo como el cielo.
Un último remolino de aire lo sacude, remonta el vuelo como un lebrel alado propio de una mitología ignota donde
los pegasos cedan su capacidad de alzarse eólicamente a quien sin llegar a minotauro, unicornio,
centauro o sirena tenga con la simple autoridad de su vida de perro, derecho a soñar…. pero cae, pesado, inerte,
cumpliendo el destino de que todo caiga algún día y en su caída da un último giro y en una pirueta reservada unicamente
a una hoja de periódico, puede leerse en grandes titulares, destacado en negrita DE MADRID AL CIELO.

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