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 Cuando los galgos cruzaron el prado como centellas, como gamos, como galgos, sentí una ráfaga en mi cara, ardieron mis mejillas con el viento de lo imposible y supe que jamás podría escribir esta historia.

Si la mano es más rápida que la vista y el galgo más que la mano, que posibilidad tenía de verlos. Ninguna.

Aún así mis secuencias racionales necesitaban nombrarlos y fui tan estructurada que lo hice alfabéticamente.

Éste que corre alocado, abocado unicamente a la indisciplina, es AMOR.

Los tres eran exactamente iguales, idénticos en lo que a su apariencia externa pueda decirse.

No vi una sola señal que me permitiera identificarlos, pero supe ver en este otro, a LOCURA. Su demencia no era como en el primer caso alocamiento, no era un juego, por más seriamente que se jugara, no era un divertimento ni el fruto de la pasión desatada a la que tanto animal como humano tienen derecho, sino algo más oscuro, más interior, más inexplicable. Su locura estaba hecha de miedos, de miedo a volverse loco, de miedo a tener razón, a no tenerla, el temor de cruzar esa línea, que no tiene posibilidad de retorno. Pensé entonces en algunas de las decisiones tomadas en el pasado y mis procesos mentales las convirtieron en locuras y volví a sentir un viejo y reconocible escalofrío corriendo por mi espalda.

Algo tenía claro, su indisciplina no era fruto de la desobediencia, sino de la anarquía.

Era la ausencia de normas lo que movía sus patas, su carrera, los movimientos de su cabeza, de sus orejas plegadas y al instante abiertas como las puertas de un automóvil del que conductor y acompañante acaban de apearse y luego de recorrer el lateral del vehículo, se afanan en bajar el equipaje del maletero, sabiendo que al menos uno de ellos antes de marchar cerrará convenientemente las puertas, indecorosamente abiertas.

Cruzó mi espacio como un rayo, fue sin permiso, sin preguntas, con la autoridad y la certeza como materia prima de cada una de sus células y entonces supe, este galgo es MUERTE.

No vino para quedarse, sino para que lo viera, para que no lo olvidara, muchas veces me visitó, usted me dirá, quizás por cortesía, como se hacen tantas visitas incluso no deseadas, por educación, por compromiso, para quedar bien. NO.

Siempre que he visto sus ojos inexpresivos me decían, no me olvido de ti pero tengo otros asuntos que atender.

See you later.

Su respiración caliente, su hocico húmedo contra mi mano me hicieron bajar la vista. Me agaché para estar a su nivel y me dí cuenta de que nunca lo conseguiría. Sus ojos dóciles y buenos en lo que a la pupila se refiere, eran un pozo insondable de rabia ancestral en el iris. N o abrigué duda alguna sobre su nombre, UTOPÍA.

Aunque lo imaginaba como la razón de todo, al principio no lo vi, obnubilada por el trote anárquico y despatarrado de AMOR, por los quiebros y requiebros impredecibles de LOCURA, siempre al límite y siempre sin saber de que lado, me dejé tentar por MUERTE, jugué con ese galgo como con los otros a pesar de saber que si algo iba mal, sería el último de mis lúdicos placeres. Y no me percaté que en el centro del triángulo de mi vida, siempre estuvo UTOPÍA.

El fue el líder de la manada, el macho alfa, el que marcaba el camino a los otros.

El tacto de su cabeza pequeña, de su lomo, de sus costillas, de su nariz larga y puntiaguda me tranquilizó de inmediato. Al acariciarlo por fuera me tocó por dentro, se puso en contacto como hacen los animales en general, los perros en particular y los galgos muy especialmente y sin palabras me dijo. Déjalos correr, quieren ganarle al viento, a la lluvia, a la luz y a veces lo consiguen, yo estaré a tu lado y seré tu voz, pondré en tu silencio de mujer mi silencio de galgo y quien quiera entender, entenderá.

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